Isabel viendo llover en Macondo
de Gabriel García Márquez
de Gabriel García Márquez
El
invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había
sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera
llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de
encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que
barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien
dijo junto a mí: "Es viento de agua". Y yo lo sabía desde antes. Desde
cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el
vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el
sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda.
Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a
una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo
estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el
romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano
intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y
un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con
el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora
de almuerzo: "Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas
aguas". Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación,
mi madrastra me dijo: "Eso lo oíste en el sermón". Y mi padre sonrió.
Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al
pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer
que soñaba despierto.
Llovió
durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se
oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo
advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros
sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el
vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían
sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi
madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de
mayo se había convertido durante la noche en una sustancia oscura y pastosa,
parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las
macetas. "Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra", dijo
mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día
anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. "Creo que
sí —dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en el corredor mientras
escampa". Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como árbol inmenso
sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del
domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: "Debe ser que anoche dormí mal,
porque me he amanecido doliendo el espinazo". Y estuvo allí, sentado
contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el
jardín vacío. Solo al atardecer, después que se negó a almorzar dijo: "Es
como si no fuera a escampar nunca". Y yo me acordé de los meses de calor.
Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a
morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor,
oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las
paredes lavadas, las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el
jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al
recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una
almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto
de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado
no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje
oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora
tristeza.
Llovió
durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como si estuviera
lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al
atardecer dijo una voz junto a mi asiento: "Es aburridora esta
lluvia". Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que
él estaba hablando en el asiento de al lado, con la misma expresión fría y
pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de
diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde
entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado,
diciendo que le aburría la lluvia. "Aburridora no —dije. Lo que me parece
demasiado triste es el jardín vacío y esos pobre árboles que no pueden quitarse
del patio". Entonces me volví a mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era
apenas una voz que me decía: "Por lo visto no piensa escampar nunca",
y cuando miré hacia la voz, sólo encontré la silla vacía.
El
martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su
inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza
doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y
ladrillos, Pero la vaca permaneció imperturbable en el jardín, dura,
inviolables, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza
humillada por la lluvia. Los guajiros la acostaron hasta cuando la paciente tolerancia
de mi padre vino en defensa suya: "Déjenla tranquila —dijo—. Ella se irá
como vino".
Al
atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortajada en el corazón.
El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente; era
una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos, No se
sabía qué era más desagradable, si la piel al descubierto o el contacto con la
ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el
corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día. Ya no la
sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en
un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que
se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que
era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas
que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples,
entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de
la lluvia yo oía la cancioncilla de las mellizas ciega y las imaginaba en su
casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar.
Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la
pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo como todos los
martes, la eterna ramita de toronjil.
Ese
día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la
siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no
comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de
pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al
derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Solo la
vaca se movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y
las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil
durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se
lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición
bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces
dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico
las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se
rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna
ceremonia de total derrumbamiento. "Hasta ahí llegó", dijo alguien a
mis espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los
martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil.
Tal
vez el miércoles me habría acostumbrado a ese ambiente sobrecogedor si al
llegar a la sala no hubiera encontrado la mesa recostada contra la pared, los
muebles amontonados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado
durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El
espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido
durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa y
descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los
muebles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con
que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa
y humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin
voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y
líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la repugnante flora de la
humedad y de las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto
espectáculo de los muebles amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el
cuarto advirtiéndome que podía contraer una pulmonía. Solo entonces caí en la
cuenta de que el agua me daba en los tobillos, de que la casa estaba inundada,
cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.
Al
mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la
tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo
lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo
prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros,
que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes
ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a llegar
noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban,
precisas, individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por
las calles y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una
remota catástrofe, escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo,
cuando todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron
dos días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como
empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que
la iglesia estaba inundada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no
tenía por qué saberlo, dijo esa noche: "El tren no puede pasar el puente
desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles". Y se supo que una
mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde
flotando en el patio.
Aterrorizada,
poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas
encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios
pensamientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en
alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo misma
participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía
la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor.
"Ahora tenemos que rezar", dijo. Y yo vi su rostro seco y agrietado,
como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una
sustancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la mano,
diciendo: "Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los
pobrecitos muertos están flotando en el cementerio". Tal vez había dormido
un poco esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante
como el de los cuerpos en descomposición. Sacudía con fuerza a Martín, que
roncaba a mi lado. "¿No lo sientes?", le dije. Y él dijo
"¿Qué?" Y yo dije: "El olor. Deben ser los muertos que están
flotando por las calles". Yo me sentía aterrorizada por aquella idea, pero
Martín se volteó contra la pared y dijo con la voz ronca y dormida: "Son
cosas tuyas. Las mujeres embarazadas siempre están con imaginaciones".
Al
amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias.
La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por
completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía ser lo fue una cosa física y
gelatinosa que había podido apartarse con las manos para asomarse al viernes.
Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran
cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi
padre me dijo: "No se mueva de aquí hasta cuando no le diga lo que se
hace", y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los
oídos sino con el tacto, que era el único sentido que permanecía en actividad.
Pero
mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó la noche
llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al dormitorio. Tuve un
sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche. Al día
siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan
pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me
indicaba que todavía una zona de mi consciencia no había despertado por
completo. Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren
fugándose de la tormenta. "Debe haber escampado en alguna parte",
pensé, y una voz a mis espaldas pareció responder a mi pensamiento: "Dónde...",
dijo. "¿Quién esta ahí?", dije yo, mirando. Y vi a mi madrastra con
un brazo largo y escuálido extendido hacia la pared. "Soy yo", dijo Y
yo le dije: "¿Lo oyes?" Y ella dijo que sí, que tal vez habría
escampado en los alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una
bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y manteca
hervida. Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la
hora. Y ella, calmadamente, con una voz que sabía a postrada resignación, dijo:
"Deben ser las dos y media, más o menos. El tren no lleva retraso después
de todo". Yo dije: "¡Las dos y media! ¡Cómo hice para dormir
tanto!" Y ella dijo: "No has dormido mucho. A lo sumo serían las
tres". Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis manos:
"Las dos y media del viernes...", dije. Y ella, monstruosamente
tranquila: "Las dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del
jueves".
No
sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos
perdieron su valor. Solo sé que después de muchas horas incontables oí una voz
en la pieza vecina. Una voz que decía: "Ahora puedes rodar la cama para
ese lado". Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de
convaleciente. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí
rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal.
Entonces sentí el vacío inmenso, Sentí el trepidante y violento silencio de la
casa, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y súbitamente sentí
el corazón convertido en una piedra helada. "Estoy muerta —pensé—. Dios.
Estoy muerta". Di un salto de la cama. Grité: "¡Ada, Ada!" La
voz desabrida de Martín me respondió desde el otro lado: "No pueden oírte
porque ya están fuera". Solo entonces me di cuenta de que había escampado
y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una
beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a
la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y
completamente viva. Luego un vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta,
hizo crujir la cerradura, y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta
madura, cayó profundamente en la alberca del patio. Algo en el aire denunciaba
la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.
"Dios
mío —pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo—. Ahora no me
sorprendería que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado".
AMARGURA
PARA TRES SONÁMBULOS
|
de
Gabriel García Márquez
|
Ahora la teníamos allí, abandonada
en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas
-su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro- que
no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro
atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus
espaldas. Alguien nos dijo -y había pasado mucho tiempo antes que lo
recordáramos- que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo
creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos
asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una
vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura
anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una
sombra inesperada.
Todo eso -y mucho más- lo habíamos
creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su
submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto,
como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados;
empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando
nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si
nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces
pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se
parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol
recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia
adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse
la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: "No volveré a sonreír".
Salimos al patio, los tres, sin
hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no
sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola
-quizás-, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía
ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.
Afuera, en el patio, sumergidos en
el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos
hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que
habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.
Sin embargo, aquella noche era
distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la
conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto
verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta,
incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el
ritmo, marcado y minucioso, en que se iba, convirtiendo en polvo: "Si
por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte", pensábamos a coro.
Pero la queríamos así, fea y glacial
como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos.
Éramos adultos desde antes, desde
mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma
noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado
pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora
respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o
concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola
dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no
pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni
siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la
encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud
estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana
del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa
y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba
intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La
levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al
contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un
muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.
Tenía los ojos abiertos, sucia la
boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la
pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo.
Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio -teniéndola
ya entre mis brazos- la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba
muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía
durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía
cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo
oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a
tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las
oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.
Sabíamos sin embargo, que no podía
recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción
del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared
que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente
dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso
a ella de cara al sol.
Aquella noche sabíamos, sentados en
el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su
seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía
hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde
ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al
principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros
transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los
hombros caídos sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor
corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos
muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola
con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo
dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y
que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en
realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la
ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin
pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la
casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes,
ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiado de
pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la
oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida,
se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de
mirarnos, y nos dijo: "Me quedaré aquí, sentada"; y nos
estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que
era ya casi completamente como la muerte.
De
eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí,
sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en
su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad
natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír;
porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez
nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de
que más tarde nos diría: "No volveré a ver" o quizá: "No
volveré a oír" y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir
eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría
acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a
la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás
faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos
deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto,
al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido una niña dentro de la
casa. Para creer que había nacido nueva.
|
(1949)
|
(Del
volumen: Ojos de perro azul)
|
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